2 de enero del 2008. El corazón partío.
Cuatro días después de mi último viaje a Mallorca de hace seis años, tal día como hoy, a las cinco de la mañana y bajo el dintel del nuevo año, me sobresaltaba el timbre del teléfono. Sin acabar de creérmelo, recibía una mala noticia: papá acababa de morir.
Tras haber cumplido sus 84 años, papá había resistido como un cosaco. Medio adormilado, agotado por sus continuos achaques y mimado por mamá, sobrellevaba las últimas jornadas del año sin distinguir las semanas de los meses. Sólo un “hoy” o un “ahora” estaban claros en su mente, pero, desde el calor y la intimidad de su casita, parecía dispuesto a reírse del tiempo y de todos los pronósticos.
Pese a mis enfrentamientos ideológicos mantenidos con él durante mi juventud y a mis constantes disputas con su manera de pensar y de ser, sentí un terrible pesar por su desaparición. Y me dispuse, de nuevo, a volar a la isla.
Durante el viaje, el más triste y desolado que había tenido en mi vida, surgieron los buenos y malos recuerdos y los momentos de mi infancia y adolescencia vividos con él. Con el tiempo, había aprendido a aceptar las contradicciones y sinsabores de esta vida, aunque, al contrario de él, jamás acepté las cosas tal como eran y me rebelé contra todo orden impuesto y contra toda jerarquía.
Me costó aceptar que la muerte había acabado con su vida. Era como si hubieran derribado parte del muro o de la base en que se fundamentaba mi existencia, como si la mitad de mis genes, teñidos por la sensibilidad y la compasión, se congelaran para siempre con él. Algo difícil de explicar pero que sentí en el fondo de mí mismo. Y algo que, inconscientemente, me arrancó lágrimas de congoja en esa madrugada.
Tras haber cumplido sus 84 años, papá había resistido como un cosaco. Medio adormilado, agotado por sus continuos achaques y mimado por mamá, sobrellevaba las últimas jornadas del año sin distinguir las semanas de los meses. Sólo un “hoy” o un “ahora” estaban claros en su mente, pero, desde el calor y la intimidad de su casita, parecía dispuesto a reírse del tiempo y de todos los pronósticos.
Pese a mis enfrentamientos ideológicos mantenidos con él durante mi juventud y a mis constantes disputas con su manera de pensar y de ser, sentí un terrible pesar por su desaparición. Y me dispuse, de nuevo, a volar a la isla.
Durante el viaje, el más triste y desolado que había tenido en mi vida, surgieron los buenos y malos recuerdos y los momentos de mi infancia y adolescencia vividos con él. Con el tiempo, había aprendido a aceptar las contradicciones y sinsabores de esta vida, aunque, al contrario de él, jamás acepté las cosas tal como eran y me rebelé contra todo orden impuesto y contra toda jerarquía.
Me costó aceptar que la muerte había acabado con su vida. Era como si hubieran derribado parte del muro o de la base en que se fundamentaba mi existencia, como si la mitad de mis genes, teñidos por la sensibilidad y la compasión, se congelaran para siempre con él. Algo difícil de explicar pero que sentí en el fondo de mí mismo. Y algo que, inconscientemente, me arrancó lágrimas de congoja en esa madrugada.
2 comentarios:
Sr. Miró, nos pasamos toda la vida criticando a los que nos han engendrado, y vemos en ellos pocas cosas positivas. Creemos que están equivocados en casi todo. Pero cuando nosotros vamos cumpliendo años, nos damos cuenta que muchos de los comportamientos que ellos han tenido, es que no daban lugar a que fueran de otra manera, por la época que les ha tocado vivir. Por lo tanto seamos inteligentes y dejemos que con el paso de la vida, llegue a nosotros la calma, la serenidad, (que no la conformidad) y saboreemos la paz interior que es preciosa, y que muchas personas (que por lo menos yo conozco) dejan esta vida terrenal, sin saber que existe.
Esa persona que hace cuatro años que se fué y que era tu padre, para mí significó mucho, al igual que significa la persona que queda y que es tu madre.
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