14 de noviembre. Esa trampa que es la vida.
Hoja muerta, flotando sobre un lago.
De esta manera, se me hace cada vez más real la imagen de Milan Kundera de que la vida es una treta en la que nacemos sin haberlo pedido, encerrados en un cuerpo que no hemos elegido y que está destinado a morir. Yo añadiría que estamos condenados a perseguir nuestro destino hasta quedar extenuados, sin que nos dé tiempo a pararnos para pensar un poco en nuestras condiciones y en nuestro propio ser. A lo sumo, somos conscientes, mientras una hoja muerta flota sobre el lago, de la trampa en que nos hemos metido, sin tener fuerzas, ni ganas, ni tiempo para averiguar los mecanismos que nos liberarían de ella, si tuviéramos el coraje y el deseo de hacerlo.
“Que la vida es una trampa –escribe Milan Kundera en ‘El arte de la novela’– lo hemos sabido siempre: nacemos sin haberlo pedido, vivimos encerrados en un cuerpo que no hemos elegido y estamos destinados a morir. En compensación, el espacio del mundo ofrece una permanente posibilidad de evasión”.
Yo no he pedido nacer, ni he escogido el momento más oportuno para hacerlo, ni el cuerpo que me rodea, ni esa muerte que espera acecharme en cualquier esquina. Pero sí soy consciente del camino elegido, del que sólo conozco mis propias pisadas cuando intento volverme atrás. Para más inri, he optado por una profesión que exige atención a mis coetáneos, saber lo que les sucede en cada instante, verlos, oírlos, gustar de sus alimentos y olores y respirar su mismo aire envenenado.
Por si eso no me bastara, mi profesión exige un cuidado máximo con lo extraño, lo anormal, lo doloroso y dificultoso que acontece a los demás, dejando de lado lo agradable y hasta risueño de la vida. Porque lo normal –se dice constantemente en este medio–, lo que es de sentido común y más natural, no es noticia. Y sólo lo es lo extraordinario, lo extravagante, lo anormal, lo excepcional. Sobre todo, lo breve y actual. Un buen periodista es aquel que, no sabiendo nada de una cosa, lo averigua todo de ella en cinco minutos y lo resume en diez líneas. Y el que sabe escribir de todo sin ser experto en nada. El periodista es, en parte, científico, en parte, literario, en parte, artista y en parte, político y ahora también, en parte, un parado. Es decir, un poco de todo sin llegar nunca a ser completo en nada.
Yo no he pedido nacer, ni he escogido el momento más oportuno para hacerlo, ni el cuerpo que me rodea, ni esa muerte que espera acecharme en cualquier esquina. Pero sí soy consciente del camino elegido, del que sólo conozco mis propias pisadas cuando intento volverme atrás. Para más inri, he optado por una profesión que exige atención a mis coetáneos, saber lo que les sucede en cada instante, verlos, oírlos, gustar de sus alimentos y olores y respirar su mismo aire envenenado.
Por si eso no me bastara, mi profesión exige un cuidado máximo con lo extraño, lo anormal, lo doloroso y dificultoso que acontece a los demás, dejando de lado lo agradable y hasta risueño de la vida. Porque lo normal –se dice constantemente en este medio–, lo que es de sentido común y más natural, no es noticia. Y sólo lo es lo extraordinario, lo extravagante, lo anormal, lo excepcional. Sobre todo, lo breve y actual. Un buen periodista es aquel que, no sabiendo nada de una cosa, lo averigua todo de ella en cinco minutos y lo resume en diez líneas. Y el que sabe escribir de todo sin ser experto en nada. El periodista es, en parte, científico, en parte, literario, en parte, artista y en parte, político y ahora también, en parte, un parado. Es decir, un poco de todo sin llegar nunca a ser completo en nada.
De esta manera, se me hace cada vez más real la imagen de Milan Kundera de que la vida es una treta en la que nacemos sin haberlo pedido, encerrados en un cuerpo que no hemos elegido y que está destinado a morir. Yo añadiría que estamos condenados a perseguir nuestro destino hasta quedar extenuados, sin que nos dé tiempo a pararnos para pensar un poco en nuestras condiciones y en nuestro propio ser. A lo sumo, somos conscientes, mientras una hoja muerta flota sobre el lago, de la trampa en que nos hemos metido, sin tener fuerzas, ni ganas, ni tiempo para averiguar los mecanismos que nos liberarían de ella, si tuviéramos el coraje y el deseo de hacerlo.
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